Hace poco volví a ver la película ‘Cinema Paradiso’ (Italia, Giuseppe Tornatore, 1988), con música del genial Ennio Morricone, quien dota al film de la romántica carga emotiva por la que triunfó. El guión se basa en los recuerdos de un reconocido –y solitario- director de cine que tras muchos años vuelve a su pueblo para recordar sus vivencias en el antiguo cinema llamado Paradiso. Es inevitable para cualquier seguntino acordarse entonces de nuestro viejo cine Capitol.
Aún recuerdo el olor a ambientador cuando entrabas en el patio de butacas, que todavía había diferencias, y a los espectadores se les alojaba en la platea, en el entresuelo o el gallinero. Por clases. O por posibilidades. Así, al final, la chiquillería se tumultuaba en el ático del inmueble, formado por desnudos escalones de madera que propiciaban un desnivel que daba vértigo.
A la derecha de la entrada al recinto se colocaban unos paneles en los que se mostraban fotografías de la cinta a proyectar. A esos escaparates nos asomábamos con frecuencia para conocer cuál iba a ser la próxima película. Las taquillas se encontraban en el callejón situado entre el edificio del propio cine y el palacio del conde de Romanones. A través de dos diminutas ventanillas se atendían en muchas ocasiones largas colas para ver ‘Cabaret’, ‘El Padrino’, ‘Jesucristo Superstar’ o ‘Furtivos’. A veces con cierto alarmismo de nuestros padres por acudir a nuestras edades a escenas impropias de esas épocas. Otras veces las cintas que exhibían no tenían el mismo nivel, ya fueran de kárate o de terror. Los comentarios del público en las de serie B proporcionarían hoy el guión de un divertido sainete. Mi homenaje a la paciencia de los acomodadores, que llegaron a lucir uniforme gris de grandes botones dorados, creo recordar. Soportaban estoicamente las gracietas de los chistosos y el humor a destiempo de los bebedores. Con rubor confieso que en alguna ocasión llegaron a expulsarme de la sala junto a mi pandilla sin ser yo el incitador, aunque no tiene excusa. Éramos muy niños, eso sí.
El edificio Capitol se construyó en 1929 como Teatro para clausurar el del Pósito –qué vueltas da la vida-. De tal manera, está incrustado en el barrio ilustrado de San Roque, lejos del estilo entre barroco y neoclásico de la “ciudad lineal” que proyectó el obispo Díaz de la Guerra a finales del siglo XVIII. Lo cierto es que arquitectónicamente no pinta nada ahí y además rompe desde el Convento de las Ursulinas una panorámica que sin él sería muy atractiva. Sin embargo, inspira cierta lástima. No en vano en él muchos de nosotros hemos vivido grandes aventuras, historias de amor, musicales, carreras de cuádrigas, dráculas mal maquillados o intrigas de mafiosos. En él comenzamos a sentir el celuloide como algo inherente a nuestras vidas, como si fuera un guión.
Hoy el inmueble es sede de la Asociación Salamandra, les deseo lo mejor y a buen seguro siempre encontrarán un local apropiado. Pero el Capitol ya no es cine porque ahora ya no se va al cine, se ve en unas televisiones estupendas. Ya no se hacen colas ni se comenta la película al finalizar. Ya no hay acomodadores ni fotografías detrás del cristal. Ni huele a ambientador. Al terminar la película de la banda sonora de Morricone, ante las lágrimas del espectador y de los propios protagonistas, el viejo Cinema Paradiso es derruído. Tal vez lo mejor para el viejo cine Capitol fuera tener el mismo destino: FIN.